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Don Rosario de la Guajataca y la carey desaparecida

publicado el 23 de julio de 2013

En un lugar de Guajataca del cual no me motivo acordarme vivía un cabezudo que pasó demasiado tiempo en la biblioteca familiar. Su padre, siguiendo la tradición familiar, era un soldado de oficio que sólo servía para tergiversar nacionalismos a mejor conveniencia profesional. Su madre, siguiendo la tradición familiar, era una profesora de humanidades que sólo servía para tergiversar ideas a mejor conveniencia profesional.

Y así del poco dormir y el mucho leer de los delirios de megalomanía de les militares y las necesidades de relevancia de les académiques se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio. Les cabezudes decían que se había vuelto cuerdo y les humanes que aún seguía demasiado cabezudo, pero al menos más tolerable que el resto de su raza. Mal inspirado por su formación, Rosario se convirtió en diplomático andante, lo cual no es otra cosa que un caballero andante que ha aceptado que tiene que vivir de algo. Acompañado de Cubuy, una coquí que le servía de escudera y escribana, el cabezudo divagaba Borikén haciendo bien con demasiado déficit de atención para mirar a quién.

El dúo andaba a hurtadillas. Rosario estaba armado con espada y escudo, armamento requerido para situaciones como éstas. También llevaba pantalones cortos, bloqueador solar, y una toalla sobre sus hombros, atuendo indispensable cuando se estaba en la playa. Como siempre, Cubuy llevaba a cuestas su librero y cuadernos en donde apuntaba lo sucedido para futura referencia. A sugerencia de Rosario, también trajo una palita y un balde para castillos de arena por si les daba tiempo.

Don Rosario de la Guajataca

Llevaban una semana investigando. Era uno de esos casos que no tenían sentido. La carey sólo era la peculiar mascota de una peculiar líder local. El robo no beneficiaba a nadie, ni como estrategia religiosa ni financieramente. Después de todo el trabajo necesario para penetrar la residencia lo inteligente hubiera sido llevarse objetos de valor, había de más en las casas de les funcionaries públiques.

La costa era una reserva natural con acceso controlado, sólo biólogues y enamorades andaban por estos lugares. En la arena había banderines con fechas escritas a marcadores. Rosario estaba seguro que encontrarían a la criatura y con suerte a les responsables. Lamentaba que no fuera de noche, el sol de mediodía no era el mejor para clímaxes.

Del mar apareció la carey, aún con la capa y los brazaletes que la obispa había descrito. Rosario se dirigió al animal para atraparla cuando una flecha en llamas se enterró a sus pies. Una ola la apagó.

–Tenemos compañía –obvió Cubuy.

–Vienén por su botín –dijo Rosario, poniendo acentos en verbos que no los necesitaban para hacerlos más heroicos–. Preparáte mi compañera que se aveciná la escena de combate.

Cubuy desabrochó las hebillas de las correas y el librero cayó al suelo. Presionó un botón y sus puertas abrieron, exponiendo hileras de libros e instrumentos científicos. Sacó una regla de acero y su manual de instrucciones.

–Esta playa es zona protegida –dijo una voz con un bate en mano–. Más les vale que se vallan.

Como era de esperarse la figura estaba enmascarada. Esto era más protocolo de oficio, el cabezudo estaba tan orgulloso de sus acciones que preferiría supieran quién era.

–Vinimós en busca de esta nóble criatura –también le ponía acento a adjetivos–, propiedad de la obispa Adela.

–La carey es una ser de la naturaleza, del océano. No le pertenece a nadie.

–Me temó que la obispa conservá el recibo.

Tres figuras, también enmascaradas, se añadieron a la escena. Rosario notó que tenían cadenas, tubos, y garrotes, armas improvisadas cuya función principal era intimidar. Rosario se sintió intimidado, un tubazo en la cabeza dolería y cuatro contra uno y media eran motivos de gran consternación. La carey, sin darle merecida importancia al conflicto que sucedía en su honor, marchó entre les contrincantes arena arriba.

–Cubuy –dijo Rosario mientras retrocedía a una posición estratégica.

–Un momento –respondió la coquí desde el librero.

–¿Qué estás haciendo?

–Leyendo.

–¿De?

–Del uso apropiado de la yarda de combate.

–Te necesitó aquí.

–Espérate –la coquí levantó la mano para enseñar un lapiz–. Estoy contestando las preguntas de comprensión.

–Cubuy.

–¿Sí? –respondió molesta con las muchas interrupciones.

–Cierrá el libro y vén acá.

Tres se lanzaron contra Rosario y uno contra Cubuy, parecía lo justo. Es imposible describir la pelea como emocionante, carecía de gracia y estilo. La suave arena convertía las mejores maniobras en torpes malabarismos. A pesar de esto la destreza de Rosario era superior y habría ganado sin dificultades si no fuera porque era tres contra uno y les criminales no intentaban matarlo. Sus ataques sólo tenían la intención de herir o incapacitar lo cual limitaba al diplomático andante a lo mismo. Cubuy se defendía alternando entre combatir su contrincante y mirar su libro, de vez en cuando diciendo «no, así no es» o «espere un minuto, quiero revisar esto».

Vamos a perder, concluyó Rosario después de terminar con varios moretones y ver su toalla arrastrada por el oleaje. No lamentaba la derrota ni el dolor, como noble cabezudo de las armas no le perturbaban esas cosas, lo realmente triste era que una respetable obispa se quedaría sin su compañera y que una animal indefensa se convertiría en indigente.

–Terminó –dijo la que peleaba con cadenas. Se dirigió hacia donde la carey había hecho lo suyo y puso un banderín con la fecha del día.

Satisfecha, la carey comenzó su lento regreso al mar.

–Eso es todo. Se la pueden llevar –dijo quien parecía ser el líder, bajando su bate como si nunca hubieran peleado.

–¿En serio?

–Sí. En confianza.

–¿Qué pasó con eso de criatura de la naturaleza y no le pertenecé a nadie?

–La naturaleza no la necesita por otros dos o tres años. Buen día. Por favor, cuidado donde pisen.

–Este –dijo Rosario confundido. Deseba arrestarles por sus actos, pero no podría sin refuerzos, y más importante aún, si no detenía a la carey a tiempo la perdería para siempre–. Buén día, entonces.

Como era demasiado pesada para cargarla, Rosario y Cubuy usaron la misma carreta que les ladrones utilizaron semanas antes. Cubuy puso una improvisada máscara en el rostro del reptil.

Don Rosario de la Guajataca

–Caretta caretta en la carreta con una careta –dijo satisfecha con su ingenio.

–¿Qué estás incoherenciando ahora?

–Caretta caretta en la carreta con una careta –repitió la coquí y le pasó el libro de animales marinos.

–¡Qué perversaménte ridículo! –río Rosario–. Te está haciendo bien andar con cabezudes.

La obispa ignoró a les rescatadores y puso su entera atención en su amiga que después de tanto tiempo regresaba a su lado. Con su rostro deshaciéndose en lágrimas de felicidad llovía caricias y besos a su más preciada compañera. Fue un momento tan conmovedor que los ojos del valiente Rosario de la Guajataca se aguaron. La obispa se detuvo al notar que algo estaba mal. Miró sus manos y se tocó los labios. Estaban llenos de arena y sal.

–¡Horror de horrores! –exclamó–. Nadando en la playa como una cualquiera. Con tanta piscina de agua destilada que te tengo aquí. ¿Qué es esto? –se preguntó al ver unas rasgaduras en el caparazón. Sin perder un momento le dio la vuelta a la carreta para ver su retaguardia.

La obispa Adela, líder espiritual de cientos de personas, se puso pálida y perdió el equilibrio. Sintió que se desmayaba, pero encontró una silla justo a tiempo.

–Me traicionaste –sollozó–. Nos prometimos mantenernos castas. Tú y yo, puras al servicio de les dioses para siempre. La deshonra. La humillación. ¿Qué dirá la gente?

–Su conocimiento de las partes privadas de les careyes me incomodá –dijo Rosario.

La obispa regresó a su mascota con un ultrajado silencio. Con un trapo húmedo removía la arena y la sal como quien intenta lavarse el pecado. Rosario y Cubuy, entendiendo que habían completado su misión y no había qué más hacer, las dejaron solas. Tomaría tiempo restablecer los lazos de confianza entre ellas y eso era un asunto personal que estaba más allá de lo que un diplomático andante y su fiel escudera podían remediar. Resuelto el misterio de la carey desaparecida marcharon en busca de su próxima gran aventura.

Este cuento es parte de la colección 'Los Virreinatos de Borikén: Cuentos (2013)' disponible para el Kindle.

Derechos reservados: Julio A. Pérez Centeno
Última modificación: 2016