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El día de les lechones

publicado el 23 de diciembre de 2013

Una vez al año, les niñes de Borikén llenan cajas de zapatos con especias y las ponen al pie de la cama. Dice la tradición que ese día la gran cazador, una imponente y eterna figura, se levanta con el amanecer para cazar al gran lechón, una poderosa bestia divina que nació con la primera estrella que brilló en el firmamento. En la noche, en lo que el místico animal se desangra por el clavo en la frente y otro en el corazón, la gran cazador visita a les niñes mientras duermen en busca de los condimentos que usará para sazonar su banquete. Como agradecimiento deja regalos basándose en qué tan bien se comportaron ese año.

El día del lechón, que en realidad dura varias semanas, es la festividad más importante de Borikén, celebrando la familia, la hermandad y la buena voluntad de todes les borikenses. En adición a los regalos se hacen enormes fiestas en donde se consume una obscena cantidad de lechones.

Aunque les adultes insisten que el buen comportamiento es el único criterio, les niñes no se tragan ese cuento, sospechan que debe existir otra manera de mejorar los regalos. Algunes llenan la caja con más condimentos de lo que los padres preferirían recoger en la madrugada. Otres dejan ensaladas de papas, coditos, guineos al escabeche, flanes, y otros acompañamientos que los padres y las madres a malagana tuvieron que preparar. La lógica es simple: mientras mejor sea mi contribución mejor será mi regalo.

Ceiba era una de estes niñes llevado al extremo. Estuvo todo el año ahorrando su mesada y cosechando en el patio de su casa, y una semana antes de la gran noche dibujó botas en una caja de estufa. El plan era elaborado y secreto, ni su papá ni su mamá sabían qué se traía entre manos la pequeña de nueve años. Aunque les preocupaba la obsesión de su hija, se sentían satisfeches con saber que pasaba su tiempo leyendo libros, afuera tomando sol, y en el garaje aprendiendo de ciencias e ingeniería. Alguien con esos pasatiempos estaba aprovechando su tiempo.

En la víspera del día del lechón dejó en la caja una cena completa para ocho personas. Cada plato estaba debidamente etiquetado para que la gran cazador supiera qué contenía y empacado con cuidado para que fuera fácil de transportar. Incluyó hasta cubiertos y servilletas. Se acostó temprano, de espaldas a sus ofrendas para calmar el nerviosismo. Durante la noche el sueño iba y venía, cualquier ruidito la regresaba al mundo. Las campanas se agitaron y la red cayó. Algo empezó a luchar contra la trampa, furiosamente buscando cómo liberarse. Ceiba se volteó asombrada que el plan había funcionado.

La gran cazador fue la más asombrada de las dos.

–¿Qué diantre es esto? –dijo la mujer de poderosos músculos y pelo blanco trenzado.

–Te tengo –dijo Ceiba agarrando su lechoncito de peluche.

No estaba segura que funcionaría, hasta hace unos segundos dudaba que existiera. Pero lo había logrado, la tenía en la red y mientras más batallaba más se enredaba.

–Niña –susurró la gran cazador para no despertar al padre y a la madre. Lo último que necesitaba era que más gente, adultes, se involucrara–. Sácame de esto.

–No –susurró Ceiba por las mismas razones.

–Más te vale que…

–Que no, te dije.

El día de les lechones

La gran cazador miró a Ceiba con impaciencia. Parecía una niña como cualquier otre. En serio en serio, la gran cazador no sabía mucho de niñes, pero era normal dentro de lo que entendía. Estaba un tanto flaca y no tenía pinta de ser del tipo que se daba a respetar. Lo único que la mantenía parada como estaba era la convicción.

–Felicidades –dijo la gran cazadora–. Ahora le puedes decir a tus amiguites y ser una héroe. Déjame ir, la noche es larga y tengo mucho que hacer.

Ceiba pestañeó desafiantemente.

La gran cazador intentó usar el filo de su lanza para cortar la red. Nada. Suspiró. Ella traspasaba paredes, se hacía invisible, recorría el continente en una noche, y ahora una estúpida red de pesca puesta por una menor la mantenía prisionera. Cada víspera del lechón había niñes que inventaban algo para capturarla o verla mejor, pero en los siglos que llevaba de existencia ni une lo había logrado. No entendía mucho del mundo de les mortales, pero tenía claro que había “reglas” para entes como ella y dada la rareza de la situación de seguro era víctima de algún tecnicismo.

–Mira –dijo Ceiba–, te preparé comida. Hay pasteles de yuca por si no te gusta el plátano. Y tres tipos de postres. Más que suficiente para que te hartes.

–¿Qué voy a hacer yo con todo eso?

–Así no tienes que cocinar.

–Se supone que me des especias.

–Esto es mejor.

–Esto es ridículo.

–Te puedo traer un saco si lo necesitas.

Es una niña ambiciosa, pensó la gran cazador, hay que admirar el trabajo. Pero la decisión de qué recibiría no era suya. Su madre ya había comprado y envuelto los regalos y los tenía bajo su cama. Dentro de un par de horas vendría en silencio para dejarlos.

Esto es importante: la gran cazador, ese ser que cada año caza un mágico lechón y le trae juguetes a les niñes que se portan bien, no existe. Nunca lo ha hecho. Sí, en el pasado les aboríkenes de Borikén cazaban lechones salvajes y celebraban la caza, pero eses eran mortales. La gran cazador es un cuento inventado por les adultes para controlar la población infantil y preservar su inocencia. Y funciona, funciona muy bien.

Si suficientes personas creen en algo, es bien sabido que para efectos prácticos es verdad. Y les niñes creen en la gran cazador, con todo su corazón. Se acuestan a dormir con anticipación y miedo. ¿Vendrá? ¿Qué traerá? ¿La podrán ver? ¿Existirá? Claro que tiene que existir, ¿quién más traería todo lo que pidieron? Toda esa fe le dio vida a lo que estaba en la red. La manifestación que se llama la gran cazador tiene un solo trabajo: mantener viva la fe. Algo sencillo, un ruido, una sombra, algo que parezca una espalda que se va por la pared. La idea es que tode niñe conozca a alguien que conoce a alguien que jura haberla visto. Traer regalos y llevarse las especias es responsabilidad de les adultes.

–¿Cuál es tu nombre? –la gran cazador no escaparía sin el permiso de esta niña. No le quedaba otro remedio que ganarse su amistad.

–Ceiba.

–Mucho gusto, Ceiba. Así no trabaja la cosa. No puedes dar todo esto para recibir algo mejor. Si te portaste bien, y me imagino que sí porque pareces una niña buena, estarás feliz con lo que te voy a traer.

–No me importan los regalos –respondió ofendida.

–A pues bien…

–No te lo comas –las palabras salieron con fuerza, llevaba meses practicándolas.

–Repíteme eso.

–El gran lechón. Y no lo vuelvas a matar. Si no te gusta la comida te puedo preparar otra cosa. Si te quedas con hambre te puedo hacer más. Pero no te lo comas.

La gran cazador notó que la habitación estaba repleta de animalitos de peluches y las paredes llenas de dibujos de animales sonrientes. Al lado de su cama había libros de animales, algunos eran muy avanzados para su edad, de los que se usaban en escuela superior y universidad.

–¿Hiciste todo esto por el gran lechón?

–No me gusta que lo matas todo el tiempo. Tampoco que la gente coma tantos lechones.

Me imagino que también es vegetariana, pensó la gran cazador.

–Te prometo que no me lo voy a comer –esto era verdad, las manifestaciones de deseos colectivos no necesitan alimentos.

–¿Y cómo puedo creerte? –respondió Ceiba desconfiada–. Mejor te dejo aquí, no le puedes hacer daño.

–¿Atrapada para siempre? ¿Qué va a pasar cuando tu papá y tu mamá sepan lo que hiciste? Te van a regañar.

–No me importa.

–¿Y cuando tus compañeres de clase se enteren?

Esto preocupó a Ceiba. Su papá y su mamá la querían, por más que se enojaran no le iban a hacer daño. Pero una escuela elemental al tanto que nunca recibiría regalos por culpa de ella se convertiría en una muchedumbre sanguinaria sin remordimientos. Nunca se encontraría su cuerpo.

–Cocinaste mucho y lo empacaste –dijo la gran cazador–. Es obvio que quieres confiar en mí.

Ceiba apretó su lechoncito. No era del genérico color rosa que usualmente se encontraba en las jugueterías, sino café. Era feo. Ningune niñe querría uno de esos y por eso era su favorito. Ceiba lo acariciaba pensativamente. La decisión era la más importante de su vida.

–¿Cómo voy a saber que cumpliste?

–Confía en mí.

La cara de Ceiba dejó claro que ya no creía todo lo que decían.

–Muy bien –añadió la gran cazador–. Una señal. Una señal secreta que solo tú vas a entender. Pero no le digas a nadie lo que pasó aquí, es lo mejor para las dos.

El día de les lechones

Ceiba se acomodó en su cama pensativamente. No tenía otro remedio. Por más que cocinara, argumentara, e inventara, a fin de cuentas tenía que confiar que la gran cazador haría lo correcto. Abrazó con fuerza su peluche y se durmió. Libre de lo que la mantenía atrapada, la gran cazador desvaneció.

En la mañana siguiente niñes de todo Borikén se despertaron más temprano de lo saludable para abrir sus regalos. Familias enteras compartían con alegría el comienzo de las festividades. Con tantas personas distraídas, nadie en el pueblo notó que las rejas de las granjas y los mataderos del pueblo se abrieron. Cientos de lechones, como si supieran lo que les iba a pasar, huyeron hacia las montañas donde nunca serían encontrades. Sin importar los candados ni les guardias contratades, año tras año les animales se escapaban. Nadie podía explicarlo. La economía del pueblo se vio en ruinas. Concluyendo que estaban maldites, tuvieron que dejar de criar lechones para dedicarse a cosechar verduras.

Y les lechones y una niña flaca vivieron felices para siempre.

Este cuento es parte de la colección 'Los Virreinatos de Borikén: Cuentos (2013)' disponible para el Kindle.

Derechos reservados: Julio A. Pérez Centeno
Última modificación: 2016